Hay un momento en el que el silencio nos envuelve por completo. No siempre es una casa físicamente vacía, a veces es un vacío interno que emerge cuando la desconexión cobra su factura. Puede que ni siquiera nos demos cuenta de cuán violentos somos con nosotros mismos hasta que el burnout nos tumba, o el peso de la soledad se vuelve insostenible. En esos instantes, lo que más necesitamos no siempre es la motivación para levantarnos y seguir, sino la ternura que podemos brindarnos, ese gesto de cuidado hacia nosotros mismos que no depende de nadie más.
La ternura individual es la capacidad de mirarnos con ojos suaves, de reconocernos vulnerables sin juicio, sin culpa. Es entender que, a veces, la tristeza no necesita ser eliminada, sino acompañada. Es ese susurro interno que nos dice que está bien sentirnos frágiles, que no necesitamos ser invencibles para ser valiosos. La ternura es el espacio donde nos encontramos a salvo de nosotros mismos, sin pretensiones, sin exigencias.
Aprender a ser tiernos con nuestro propio ser es, quizás, uno de los actos más difíciles y necesarios en la vida moderna. En una sociedad que valora la productividad, la rapidez y la eficiencia, la ternura hacia uno mismo se vuelve un acto radical. Nos invita a detenernos, a respirar, a cuidar de esa parte vulnerable de nosotros que, de vez en cuando, necesita simplemente ser sostenida. La ternura es la mano que nos tendemos cuando el mundo se siente demasiado grande, es la promesa de que estamos aquí, presentes, para nosotros mismos, con lo mejor que tenemos en cada momento, aún cuando eso a la luz de nuestros conceptos, pueda parecernos muy poco.
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